En la segunda mitad del siglo XXI la sociedad tal y como la conocemos ha colapsado, en lo que se conoce como la Gran Esperanza o el Abismo Civilizatorio. En un desesperado intento por perpetuarse el capitalismo se ha replegado en pequeñas ciudades-estado, las Capitales. Fuera de ellas el mundo trata de reinventarse renunciando al dinero. En él los ciergos portan en sus cornamentas las llaves de las viviendas; los árbantes iluminan bioquímicamente los pasos de los viandantes; los teatros Histrioné cambian su fisionomía para realzar el espectáculo, y en ellos los tarzanes compiten en carreras de lianas; se celebran drastarvinas, veladas en las que se recuerda que hubo un tiempo en el que se tuvo que entretener con drogas al hambre; de entre estas ha surgido la helia, popular porque quien la consume puede, literalmente, flotar; las aves son capturadas con globos aerostáticos por los papagenos, tras dejar atrás como pescadores un océano deshabitado; se celebran las Mortas, fiestas en las que se hacen desfilar a los muertos, conservados en piscinas de eternine; los nómades estrechan la distancia entre los pueblos recorriendo una geografía sin fronteras.
Todo esto es lo que narra «Pobres Tristes Muertos», junto con el resto de libros que deseo que le sigan. Un futuro disutópico, un futuro imaginado en el que la utopía y la distopía habitan el mismo tiempo.